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Devolver la soberanía al ciudadano a través de la tecnología con Ismael Peña López

“Mayor acceso a medios de comunicación no nos hace mejores votantes, sino que el rico vota más informadamente y el pobre tiene más riesgo de desinformación”.

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Ismael Peña López es Doctor en Sociedad de la Información y del Conocimiento y Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales. Su trabajo se centra en el impacto de las TIC en la sociedad, así como en las instituciones educativas y políticas.

Peña López es, además, Director General de Participación Ciudadana y Procesos Electorales en la Generalitat de Catalunya. Su equipo trabaja, entre otros, en la puesta en marcha de una estrategia de participación ciudadana para hacer más cercana y comprensible la toma de decisiones públicas. “Aspiramos a transformar la Administración a través de la participación y transformar la Administración para hacer posible la participación”, explica. Su objetivo final: combatir los populismos y la anti-política.

¿Cómo ha transformado la tecnología la política?

La tecnología ha cambiado radicalmente todas las actividades humanas, sobre todo las relaciones interpersonales; y, sí, la información y el conocimiento son relaciones interpersonales diferidas en el tiempo. 

Si tenemos en cuenta que las instituciones de la democracia – partidos, sindicatos, entidades de la sociedad civil, parlamentos, etc. – se fundamentan, en términos simplificados, en intermediar relaciones y gestionar un conocimiento que antes era escaso y caro de manipular, nos damos cuenta de que la tecnología no solo transforma la política, sino que dinamita los cimientos sobre los que está construido todo el sistema democrático. 

Hemos pasado ya un punto de inflexión a partir del cual ha cambiado claramente la tendencia, que en España tuvo lugar entre el 13 de marzo de 2004 y el 15 de mayo de 2011.

En términos prácticos, las posibilidades que la tecnología abre en política son una impresionante presión por la transparencia y la ética; la posibilidad de influir directamente en la agenda pública; la conversión de las minorías excluidas del debate político en masas críticas que pueden decantar tendencias; y la concurrencia de nuevos actores, en nuevos espacios y con nuevos instrumentos, en todas las fases de la política pública, desde el diagnóstico hasta la evaluación de impacto, pasando por el diseño, la deliberación y la toma de decisiones misma. Todo ello para bien y para mal, claro.

Los nuevos canales de información y comunicación digital, ¿mejoran o empeoran la calidad de la información política que llega a los ciudadanos?

Internet, en general, no suma, sino que es un gran multiplicador. Si multiplicamos positivos, estamos mejor; si multiplicamos negativos… estamos peor. En este sentido, Internet viene a corroborar la llamada hipótesis del salto cognitivo (knowledge gap hypothesis) que defiende que el conocimiento, y la capacidad de aprender, dependen en gran medida de la extracción social de uno. Y que más información disponible no se reparte equitativamente, sino que acrecienta las desigualdades dado que los ricos están en mejor disposición para aprovechar las oportunidades que los pobres.

Esta hipótesis se ha puesto a prueba en varios ámbitos: mayor acceso a medios de comunicación no nos hace mejores votantes a todos, sino que el rico vota más informadamente y el pobre tiene más riesgo de desinformación; las bibliotecas públicas son usadas más intensivamente por quién ya tenía acceso a la lectura o a la cultura en general; los ordenadores en las aulas ayudan a los “buenos” estudiantes en sus tareas y distraen a los “malos” estudiantes empeorando sus resultados académicos. 

Y con los nuevos canales de información y comunicación digital está sucediendo lo mismo. Las clases educadas utilizan los portales de transparencia y datos abiertos para informarse y sus contactos influyentes y redes sociales para influir en la agenda pública. Mientras, las clases más humildes se ven zarandeadas y apabulladas por información tóxica, que no tienen tiempo ni a menudo conocimientos para analizar a fondo, y con la que acaban formándose una opinión que, paradójicamente, suele ser contraria a sus propios intereses.

 

 

¿Cómo puede una sociedad democrática garantizar que dicha información y comunicación no vaya en detrimento del bien de los ciudadanos?

Garantizar e información son dos palabras que difícilmente pueden ir juntas. Garantizar requiere, por definición, una intervención fuerte en un ámbito por parte de un tercero. Si la administración interviene en el terreno de la información y la comunicación, lo más probable es que en aras de la calidad informativa acabemos vulnerando la pluralidad informativa o, en términos más generales, que en aras de la seguridad nos llevemos por delante la libertad.

La mejor forma de controlar un gran poder, como el poder de informar o el poder de ser libre para informarse y comunicar, es ligarlo a una gran responsabilidad. 

Los ciudadanos deben responsabilizarse de buscar las mejores fuentes, de no divulgar información que ellos mismos consideran dudosa o que incluso saben que es tendenciosa; las instituciones de la democracia, las instituciones políticas, deben asumir la responsabilidad de ser éticos en sus comunicaciones, de poner a disposición del ciudadano toda la información posible y en los mejores formatos posibles; y, por último, los medios de comunicación deben poner por delante de sus posibles intereses económicos o políticos la responsabilidad ética que conlleva su propio código deontológico.

Por supuesto, estos actores pueden recibir ayudas e incentivos para asumir todas estas responsabilidades: formación, recursos para ser más autónomos e independientes, leyes de transparencia y de mecenazgo y financiación de los partidos, leyes anticorrupción, colegios profesionales democráticos con alta legitimidad y representatividad, etc.

Pero la lógica no puede ser cómo incidimos en la información, sino cómo ayudamos a que los distintos actores asuman más responsabilidades, cómo incentivamos actuaciones éticas o cómo incentivamos el control social.

¿Contribuye la tecnología al populismo?

Este debate ya tuvo lugar con el invento de Gutenberg: la imprenta hacía posible que cualquiera pudiese distribuir un libro, sin el “control de calidad” que en principio suponía su reproducción por parte de los monjes copistas. Sin duda ello contribuyó a amplificar los “populismos” a partir del s.XVI. Pero también es cierto que la posesión y, sobre todo, la interpretación de los libros dejó de ser monopolio de un círculo muy cerrado de élites económicas y sociales. La tecnología, como comentaba antes, amplifica extraordinariamente todas las voces, como ya ocurrió con la imprenta, la radio y la televisión, las “viejas” tecnologías de la información y la comunicación. Se amplifican las “malas” voces, pero sin lugar a duda amplifica también las voces silenciadas, las voces minoritarias, las voces no articuladas o representadas institucionalmente, sus respectivas interpretaciones, los debates y deliberaciones alrededor de dichas interpretaciones, etc.

Que casi cualquier persona pueda llevar en su bolsillo una emisora de televisión o de radio o un periódico de tirada universal y que, además, el proceso de creación y difusión de los contenidos informativos sea a veces inmediato, en tiempo real, reduce el tiempo para reflexionar, hace más barato el boicot o la intoxicación informativa y potencia, como nunca antes, todos los catalizadores del populismo.Pero empodera en igual medida a los defensores de la democracia.

Lo que realmente contribuye al auge del populismo son un deficiente sistema educativo, un modelo económico que perpetúe o incremente la desigualdad y los malos diseños institucionales para representar a la ciudadanía y gobernar lo público que, en definitiva, consiste en corregir todo lo anterior.

En uno de sus artículos apunta que, con el tiempo, el populismo acaba derivando en fascismo. ¿Aceleran los canales digitales este proceso?

Sin duda.

Si bien he dicho hasta ahora que Internet multiplica lo bueno y lo malo y que da herramientas a todos los actores por igual, hay dos consideraciones que vale la pena hacer.

La primera, y coherente con la cuestión del multiplicar, es que dado que partimos de una situación de gran desigualdad social y de crisis de gobernanza global, son estas desigualdades y crisis de gobernanza las que están creciendo más rápido, mucho más rápido que los procesos de corrección de esas desigualdades o de rediseño de las instituciones de la gobernanza democrática. Así, la doble tendencia iniciada en los años 80 de des posesión de soberanía de la ciudadanía y la huida de ésta hacia los populismos está provocando, efectivamente, una creciente deriva hacia los totalitarismos.

La segunda es que la digitalización genera grandes economías de red. Si las economías de escala de la era industrial ya provocaban una concentración de los recursos y de los medios de producción, las economías de red acentúan esta tendencia y la aceleran al crear concentración no solamente en la parte de la oferta sino de la demanda. Y podemos hablar en términos de producción económica, pero también en términos de relaciones sociales.

¿Es necesario que la soberanía vuelva a los ciudadanos? En caso afirmativo, ¿cómo puede la tecnología ayudar a ello?

Es imprescindible que la soberanía vuelva a los ciudadanos.

La revolución digital nos ha situado en una encrucijada con dos caminos radicalmente opuestos: por una parte, la posibilidad de acentuar la concentración de poder tanto en la cantidad de poder concentrado, como en el número de manos que lo van a concentrar. 

La tendencia actual, y sin ánimos de ser tremendista, es la vuelta a una sociedad feudal donde hay una inmensa mayoría de desposeídos y una ínfima minoría que lo tienen todo.

El otro camino, que en la era industrial era imposible y ahora se ha abierto, es la redistribución no solamente del acceso a los medios de producción sino del acceso a todo tipo de instituciones sociales, dado que la tecnología ahora lo permite: en una sociedad del conocimiento, cada vez más basada en lo intangible, es más posible que nunca distribuir las soberanías entre toda la ciudadanía.

No obstante, la tecnología solamente posibilita. Y posibilita ambos caminos. Pero no es su responsabilidad. La responsabilidad es, de nuevo, del control social y del diseño de las instituciones. Y por instituciones entendemos cómo votamos, cómo somos representados, cómo participamos, cómo aprendemos, cómo trabajamos, cómo hacemos las leyes y cómo las aplicamos.

Y cerramos el círculo: asumiendo más responsabilidades en la gestión de lo público podremos rediseñar las instituciones y, con ello, recuperar soberanía sobre lo público para recuperar soberanías sobre lo personal.

El próximo 3 de noviembre tendrán lugar las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. ¿Cómo está afectando la manera de hacer campaña y la comunicación política estadounidense al resto del mundo?

En mi opinión personal, más que la manera de hacer campaña o comunicación política, es el modelo económico, tecnológico y social el que está afectando al resto del mundo, y no solamente en la política y la democracia, sino en todos los ámbitos de la sociedad.

Si combinamos el poder económico, el tamaño en términos de población, y el poder en materia tecnológica, Estados Unidos está exportando una combinación explosiva al resto del mundo: una tecnología – que nunca, jamás, es neutra – con un fuerte componente individualista, apoyado por un modelo económico y legal que favorece este individualismo – a menudo a costa de lo colectivo – y con un caldo de cultivo de 320 millones de habitantes que le permite crecer en un entorno culturalmente homogéneo. 

Cuando ese modelo sale al mundo, está ya maduro y es lo suficientemente fuerte no sólo como un producto en un mercado, sino como un modelo cultural en una sociedad.

Las grandes pugnas que ha habido en los últimos años entre Europa y Estados Unidos, más allá de las cuestiones comerciales, han sido de modelo cultural. Por parte de Estados Unidos ese modelo está mucho más cohesionado por esa homogeneidad poblacional, el poder económico y esa industria tecnológica tan avanzada y en muchos casos hegemónica o incluso monopolística. 

Por tanto, creo que centrarnos en las campañas y la comunicación política de Estados Unidos es ir a las formas, cuando es el fondo el que está transformando nuestras culturas: la soberanía sobre la tecnología y la soberanía sobre nuestras instituciones. Y una soberanía no entendida como algo de la nación, sino como algo de la comunidad.